domingo, 20 de noviembre de 2011

Orar con los salmos


1  La Oración es Misterio. No es un lugar común esta frase, sino una verdad descuidada, urgida de vindicación. La oración es Dios mismo en nosotros. Por eso no se trata de construirla sino de sumergirse en ella. De entrar en su atmósfera, que es la del mundo divino…
La Lectio divina es madre y surgente de toda plegaria. Ella nos ubica en la verdad crucial de la oración: Dios me habla y yo escucho y respondo. Pero, ¿cómo respondo si no sé tratar con Él como conviene?
El mismo Dios viene en nuestro auxilio, no sólo para iniciar el diálogo, sino para completarlo también. El Salterio —Libro de oraciones inventadas por Dios— es tal vez el regalo más grande que nos hiciera su Condescendencia.
3  Surge, no obstante, una sombra o inquietud sobre el asunto: se supone que la Sagrada Escritura entera —como insistimos tanto en la Lectio— es Dios hablándome; Dios dirigiéndose al Hombre. Una carta de Dios a la humana creatura. Ahora bien, los Salmos —a la vista está— tienen a Dios por destinatario más que remitente. Parecen más bien expresiones del Hombre a Dios. Lícitamente surge entonces la inquietud: ¿son Palabra de Dios o a Dios?
4  Hay que contestar que sí, a ambas cosas. Es de Dios y a Dios. Pero, ¿quién podrá asumirla entonces sin caer en una impostación? Como el vidente del Apocalipsis también ante el Salterio cabe la angustiosa pregunta: ¿quién, quién Señor podrá romper y abrir sus sellos y rezar con autenticidad los Salmos? ¿Quién puede tener a Dios por sujeto y objeto? Las posibilidades, en sana lógica, se reducen a una sola: a alguien que fuera a la vez, al unísono verdaderamente Dios y hombre...
Es Cristo, el Único. Él es Palabra de Dios, y los salmos son Palabra de Dios: Él es el divino Salterio. Y el es el Nuevo Adán, el hijo de María, que asume íntegramente las vísceras humanas, el pulso más hondo del gemido del hombre: suya, genuinamente suya es la voz de cada salmo, voz de hombre clamando a Dios.
Los salmos —cada salmo, cada versículo psálmico— son voz y timbre, identidad y contenido del Único Cristo, el divino-humano Orante.
5  Cuando a los de Emaús les explica que los salmos “hablan de Él”, en verdad —en la redacción griega “perí”— está diciendo que es Él quien habla en los salmos; que es Él quien camina, recorre y anida en cada salmo... A los de Emaús les “abrió las Escrituras” (más que “explicó”, como traducen por lo general). Les abrió la Palabra y les mostró su centro, su corazón: el pulso cordial de la Biblia entera, que es el latir de cada salmo.
6  Hay que decir muy escuetamente algo importante aquí respecto a la relación entre ambos Testamentos: no sólo el AT se entiende a la luz cenital del NT: también se da la inversa, y de un modo magnífico: el AT —en su anchura y detalle y abundancia— arroja luz, ilumina desde abajo, las realidades del Nuevo. El Salterio no sólo se entiende desde Cristo. Sino que Cristo —su intimidad, su secreta plegaria— se entiende, se revela, se muestra en el Salterio.
Los Salmos son tanto prefiguración como cumplimiento —sombra, figura y lumbre— de la Oración de Cristo.
7  Cristo ora los salmos en sí (como Cabeza) y en mí (como su Cuerpo). Pero ante todo: en los días de su carne mortal los entonó a todos, cientos, miles de veces. Y se identificó con ellos. Percibió que ellos hablaban de Él, lo expresaban cabalmente.
Los rezó con María y José.
Los rezó en la Sinagoga.
Los rezó con sus Apóstoles.
Los rezó solo en la noche palestina.
Los rezó desde la soledad del patíbulo y el Calvario.
Entró al mundo de la mano del Salmo 39 —aquí estoy Señor— y salió del mundo bajo el aliento del Salmo 21 y 30 —Dios mío, Dios mío,,, en Tus manos encomiendo mi espíritu—.
 Por eso hoy, asomarse a un salmo es asomarse al corazón orante de Cristo.
Si san Jerónimo puede decir que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo, uno puede, concéntricamente, decir: los salmos es ignorar el Corazón orante de Cristo.
 8   Hay que habilitar la vida interna de cada salmo: su mundo, su atmósfera. Vale lo que los ingleses —Lewis y Tolkien sobre todo— insistían respecto a los mitos, los cuentos de hadas y las sagas fantásticas: sólo hace falta el presupuesto de entrar en ellas; tras eso, todo es absolutamente cierto y real. No son metáforas, sino realidades a habitar por dentro de sí. Internarse en el paisaje sálmico y soltar amarras. Dios abre su Mundo, yo lo aspiro hondamente y soy embargado por él.
9   Sentir con el salmo: es dejarse embeber de su temperatura interna: su pasión específica y acoplar mi vida, mis dramas, mis anhelos y conflictos al timbre y pulso del salmo, más íntimo a mi mismo que yo mismo.
Esto admite un doble movimiento: tanto el de acoplar mis sentimientos a los del salmo y sacralizarlos así, como, a la inversa, dejar actuar el sentir del salmo sobre mi sentimiento, modelándolo, rectificándolo. San Atanasio aconseja esto: modelar los propios afectos por el sentir del salmo.
10  Pero no sólo hablan de Cristo-Cabeza. Sino de su Cuerpo. Concentran la plegaria eterna de la Jerusalén celeste: de los Patriarcas y Profetas hasta la mía y los por-venir. Liberar al Cristo que ora en mí, es toda la tarea del cristiano orante. Los salmos son esa misma liberación; son el flujo mismo de ese dique que levanta su compuerta para derramar el torrente de aguas contenidas.
La oración no se inventa. La oración no se construye babélicamente. La oración se descubre, se recibe y se habilita: se deja fluir. Todo salmo es una variación sobre un mismo Tema: el gemido inefable con que el Espíritu del Hijo dice Abba, Padre.
 El orante del salterio puede decir, de un modo genuino y literal: no oro yo, es Cristo que ora en mí.
11   Los salmos y la oración del Nombre de Jesús: dirá san Anselmo que el Nombre —el que está sobre todo nombre; el único en quien somos salvados, aquel nombre en el que se nos mandó pedir al Padre— pues ese Nombre está presente en todo el AT, cual un enfrascado perfume cerrado: nuestro es el secreto para abrirlo y habilitar su fragancia.
De un modo eminente cabe decirlo del Salterio: quien desenrosca la tapa de esta fragancia, permitirá que cada salmo exhale el precioso aroma de Cristo…

D. de J.